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La hora de la muerte física. El porqué de los sufrimientos

Nunca sabréis cómo será vuestro final. Por eso os conviene que diariamente pidáis a la Misericordia de Dios que en vuestra hora de la muerte se dirija a vosotros. Aunque viváis conforme a la Voluntad de Dios, vuestro final puede resultar pesado - si debe servir para depuraros del todo y para haceros eternamente libres.

La Sabiduría y el Amor de Dios os están consagrados hasta incluso a la última hora en esta Tierra; y mientras vuestras almas todavía estén capaces de cambiar, tendréis oportunidades para ello hasta en la misma hora de la muerte. Por eso, frecuentemente, incluso hombres devotos a Dios tienen que sufrir corporalmente y nadie se puede explicar el porqué, porque en algo así no pueden reconocer el Amor de Dios... Pero aun así el Amor divino les aplica estos sufrimientos por ser el mejor medio para la maduración que puede facilitar al alma aquel grado que en el Más Allá le permite que le penetre la Luz. El día en que el alma se haya vuelto libre y reconozca el gran Amor y la gran Misericordia de Dios lo va a agradecer a su Creador.

De modo que todos los sufrimientos deben ser reconocidos como pruebas del Amor de Dios; incluso el mismo final acompañado de sufrimiento es bienaventurado, aunque a los hombres no lo parezca. Aunque el alma se separe del cuerpo con dolores, en seguida se levanta hacia lo Alto en el Reino de los espíritus bienaventurados, y abandona la Tierra no solamente espiritualmente sino también corporalmente; pues también lleva con ella todas las sustancias maduradas del cuerpo, porque cada grado de sufrimiento en la Tierra disuelve la envoltura que todavía encierra al cuerpo. ¡De modo que bienaventurado es el hombre que ya en tiempos de vida en la Tierra puede deshacerse de todo lo espiritual inmaturo!

Él ha aprovechado de su vida terrenal para su redención y ya no se rebela contra la Voluntad de Dios. Aunque en la hora de la muerte tenga que luchar por la paz del alma, no considerará el sufrimiento corporal como injustificado; porque su alma sabe que se está acercando el final, que también el sufrimiento corporal tiene su fin y que ella saca su reconocimiento de todo ello - aunque ya no esté en condiciones para comunicarlo a su cuerpo. Este, tan pronto como siente la perfección de su alma, se separa de ella porque entonces ya ha cumplido con su tarea de servirle de receptáculo.

También para todos vosotros la hora de la muerte puede ser pesada... pero también puede ser para todos un “dormirse” bienaventurado para luego despertaros en el Reino de Luz - si el alma ya no precisa de sufrimiento alguno... si ya en la Tierra ha encontrado la unión con Dios... y Él ahora la busca para llevarla a su Reino, a vuestra Casa paternal, para haceros bienaventurados.

Pero dado que no sabéis cómo será vuestro final, ¡rogad a Dios por Compasión, rogadle por su Gracia y su Fuerza, por si acaso Él ve la necesidad de más sufrimientos para vosotros! Y soportaréis también la hora de la muerte; pues sólo el cuerpo va a sufrir, pero el alma abandonará al cuerpo llena de alegría y se alzará a las Esferas de la Luz.

Amén.

Traductor
Traducido por: Meinhard Füssel

Stunde des Todes.... Erklärung für Leiden....

Ihr wisset nie, wie euer Ende ist, und sollet darum täglich die Barmherzigkeit Gottes anrufen, daß sie sich euch zuwende in der Todesstunde. Selbst wenn ihr lebet nach dem Willen Gottes, kann euer Ende ein schweres sein, wenn es dazu dienen soll, euch völlig zu entschlacken und frei zu machen für ewig. Gottes Weisheit und Liebe gilt euch bis zur letzten Stunde auf dieser Erde, und so eure Seelen noch wandlungsfähig sind, wird euch noch Gelegenheit gegeben in der Stunde des Todes. Und darum müssen oft Gott-ergebene Menschen körperlich leiden, und die Menschen finden keine Erklärung dafür, weil sie die Liebe Gottes darin nicht zu erkennen vermögen, und doch bedenket die göttliche Liebe die Menschen mit diesem Leid, weil es das beste Ausreifungsmittel ist, das in kurzer Zeit der Seele noch den Grad eintragen kann, der Lichtdurchstrahlung im Jenseits zuläßt, und die Seele dankt es ihrem Schöpfer, so sie frei geworden ist und Gottes große Liebe und Erbarmung erkennt. Und so müssen alle Leiden als ein Liebesbeweis Gottes angesehen werden, und selbst das Ende ist ein seliges, so es von Leid begleitet ist, wenngleich es dem Menschen nicht so erscheint, denn die Seele löst sich wohl mit Schmerzen von dem Körper, erhebt sich aber sofort zur Höhe in das Reich der seligen Geister, sie verläßt nicht nur leiblich, sondern auch geistig die Erde, und sie nimmt auch die ausgereiften Substanzen des Körpers mit, denn jeder Leidensgrad auf Erden löset die Hülle auf, welche die Seele noch umschließt. Und selig der Mensch, der noch auf Erden sich restlos frei machen kann von unreifem Geistigen.... er hat das Erdenleben genützet zur Erlösung, und er lehnet sich auch nicht mehr gegen den Willen Gottes auf. Er wird in der Stunde des Todes wohl ringen um den Frieden der Seele, niemals aber körperliches Leid als unberechtigt empfinden, denn seine Seele weiß, daß es zu Ende geht, daß auch das körperliche Leid ein Ende hat und daß die Seele ihren Vorteil daraus zieht, selbst wenn sie dann nicht mehr fähig ist, diese Erkenntnis dem Körper zu übermitteln. Der Körper aber trennt sich von der Seele, sowie er ihre Vollkommenheit empfindet, weil dann seine Aufgabe erfüllt ist, dieser Seele Aufenthalt gewährt zu haben. Die Stunde des Todes kann für euch alle schwer sein, sie kann aber auch für euch ein seliges Einschlafen sein, um dann im Lichtreich zu erwachen, wenn sie kein Leid mehr benötigt, wenn sie den Zusammenschluß mit Gott auf Erden schon gefunden hat und Er sie nun heimholet in Sein Reich, in euer Vaterhaus, um euch selig zu machen. Doch ihr wisset es nicht, wie euer Ende ist, und darum bittet Gott um Erbarmen, bittet Ihn um Seine Gnade und um Kraft, so Gott für euch noch Leid benötigt, und ihr werdet auch die Stunde des Todes ertragen, es wird nur der Körper leiden, die Seele aber wird voller Freuden aus dem Körper scheiden und sich aufschwingen in die Sphären des Lichtes....

Amen

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This is an original publication by Bertha Dudde